El nuevo rostro del sometimiento político en América Latina.
- Armando Javier Garcia

- hace 3 días
- 2 Min. de lectura

El discurso de la “refundación nacional” se ha convertido en la herramienta preferida de los gobiernos que, bajo el estandarte del cambio, buscan perpetuar su poder.
En América Latina, el llamado “poder constituyente” ya no es el reflejo del pueblo soberano, sino la coartada jurídica para redefinir la democracia a conveniencia del gobernante en turno.
Recientemente Gustavo Petro en Colombia ha dado el siguiente paso.
Convocó al “pueblo” a las calles para iniciar la recolección de firmas que le permitan activar un proceso constituyente.
Lo presenta como un acto de defensa del pueblo frente a los “monstruos externos” y los “poderes conservadores internos”.
Pero detrás del discurso épico se oculta el mismo patrón que ya vimos en Venezuela, Cuba y, lo que se está viviendo en, México: el uso de la participación popular como herramienta de control político.
El poder del pueblo… sin el pueblo Petro dice que el pueblo debe defenderse. Pero ¿de quién?
En realidad, se defiende él mismo del contrapeso judicial, de los fallos incómodos y de las instituciones que le impiden gobernar por decreto.
Lo mismo hizo Hugo Chávez en 1999, cuando invocó al “poder originario” para refundar la República Bolivariana.
Lo mismo repitió Maduro en 2017, al crear una Constituyente paralela para anular al Congreso electo.
En Cuba, el método fue más refinado: el Partido Comunista redactó una Constitución a su medida en 2019, convocando al pueblo solo para ratificar lo inevitable. Algo que actualmente se podría estar cocinando en mexico.
Debido que recientemente el espejismo democrático en México ofrece una versión distinta del mismo guion.
Aquí, no se llama “poder constituyente”, pero la lógica es idéntica: una minoría organizada impone reformas trascendentales con mínima participación ciudadana.
Se gobierna con consultas simbólicas, y una retórica de pueblo que ya no representa a la mayoría, sino al grupo que más grita o más le conviene al poder.
Hoy, Claudia Sheinbaum continúa esa narrativa: hablar de “mandato popular” mientras las instituciones se ajustan al modelo del oficialismo, con el disfraz de la continuidad de la transformación.
Lo que une a Petro, Díaz-Canel, Sheinbaum y Maduro no es la ideología, sino el método.
Todos invocan al pueblo como origen del poder, pero lo usan como mecanismo de legitimación para neutralizar los límites democráticos.
Llaman “revolución” a lo que en realidad es una reconcentración del poder en nombre del pueblo.
En este modelo, el pueblo vota… pero no decide.
Participa… pero no elige.
Y cuando alza la voz, se le acusa de traicionar a la patria.
Si defiende una causa, corre el riesgo de desaparecer en el silencio del sistema.
Así se construye el nuevo sometimiento: uno que ya no necesita bayonetas, sino narrativas.
El poder constituyente fue, alguna vez, el símbolo de la emancipación. Hoy se ha convertido en su opuesto: el instrumento de la obediencia institucionalizada.
Y mientras más se hable de refundar la patria, más se debilita la democracia.
La historia latinoamericana demuestra que no hay mayor peligro para un país que un líder que se siente dueño de su Constitución.
En todos los casos, el resultado es el mismo: la sustitución de la soberanía ciudadana por la obediencia emocional.











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