La personalidad del poder que gobierna con la sombra.
- Armando Javier Garcia

- hace 1 día
- 4 Min. de lectura

La democracia no se erosiona de golpe; se desgasta con sigilo, como una cuerda que se deshilacha fibra por fibra mientras todos miran hacia otro lado.
Y aunque solemos atribuir sus fracturas a instituciones debilitadas o a coyunturas económicas, hay un componente que rara vez se asume con la profundidad que merece: la psicología del poder. No la psicología clínica, sino la psicología política, aquella que observa conductas, estilos, pulsiones y hábitos que, desde el liderazgo, moldean el destino de un país.
En México, ese estilo ha dejado de ser una especulación para convertirse en una forma reconocible de gobernar.
El narcisismo político que necesita aplauso constante; el maquiavelismo que convierte cada decisión en un cálculo de supervivencia; la psicopatía suave, esa que no necesita sangre para ejercer violencia, le basta con la indiferencia institucional; y el sadismo simbólico, perceptible en cada acto que humilla al disidente o castiga al que piensa distinto.
No hace falta diagnosticar a una persona para entender que el sistema entero se comporta como si estos rasgos se hubieran normalizado.
Cuando un liderazgo se concibe a sí mismo como encarnación del pueblo, cualquier crítica se interpreta como traición.
Cuando el gobernante se cree indispensable, la democracia se vuelve prescindible. Y cuando el poder descubre que puede manipular narrativas, fabricar enemigos, silenciar dudas y ofrecer la ilusión de un país contento, y aunque la realidad cuente otra historia, la mentira deja de ser herramienta para convertirse en doctrina.
La distancia entre la retórica del poder y la realidad del país no es un accidente: más bien es una estrategia.
Se construye todos los días, desde la conferencia mañanera hasta los comunicados solemnes, desde los discursos que proclaman unidad hasta las decisiones que siembran división.
Todo gira en torno a una premisa desgastada pero útil: mientras la población permanezca emocionalmente capturada, políticamente fragmentada o cívicamente ausente, el poder oscurecido seguirá pareciendo luz.
Lo más inquietante es que esta personalidad oscura no se ejerce únicamente desde un individuo.
Se convierte en un ecosistema. Los funcionarios aprenden a imitarla; los operadores a replicarla; los seguidores a justificarla.
Se vuelve hábito institucional la manipulación, costumbre cotidiana la mentira, reflejo automático la persecución y norma tácita la impunidad cuando las redes de poder son tocadas por investigación o sospecha.
El resultado es un Estado que funciona como espejo deformado: devuelve al ciudadano un rostro que no le pertenece, haciéndole creer que él eligió lo que en realidad fue impuesto por desgaste, miedo o propaganda.
Y aquí surge la contradicción que debería incomodarnos como país: una población que exige cambios, pero vota por lo mismo; una ciudadanía que lamenta la corrupción, pero tolera al corrupto si pertenece al color político de su simpatía; una sociedad que repudia la injusticia, pero guarda silencio cuando la injusticia favorece a su bando.
Más grave aún, un México donde más del 60% de la población se abstiene de participar, permitiendo que una minoría defina el rumbo nacional.
Porque la democracia se degrada no solo por lo que hace el poder, sino por lo que deja de hacer el ciudadano.
Ese 60% de abstencionismo no es neutralidad: es combustible para la impunidad.
Es el vacío donde prosperan los liderazgos oscuros.
Es el escenario ideal para los políticos de siempre, los que prometen renovación mientras reproducen las viejas mañas; los que se dicen transformadores, pero gobiernan con las mismas sombras que juraron desterrar.
Y cuando la ciudadanía renuncia a su voz, los oportunistas agradecen: un país silencioso es un país manejable.
A ello se suma un 10% que vota por inercia, por lealtad sentimental, por disciplina partidista, por el mito del líder o por el consuelo de un beneficio inmediato.
Es el voto que mantiene a flote estructuras que ya no representan futuro alguno; el voto que no cuestiona, que no evalúa, que no exige.
El voto que, aunque legítimo, refleja la fragilidad del pensamiento crítico en un país fatigado por la crisis, la violencia y la desinformación.
Así, entre el silencio de muchos y la fe ciega de otros, la democracia se llena de sombras.
Y esas sombras, que antes parecían señales de alarma, hoy se miran como parte normal del paisaje político.
Pero no lo son. La normalización del desprecio al opositor, la denostación sistemática del periodista, la burla al experto, la manipulación de datos, la opacidad en contratos, la filtración selectiva de expedientes, la impunidad de aliados y la criminalización del disidente son síntomas.
Síntomas de un sistema que ha encontrado en la personalidad oscura un método eficaz para controlar, distraer y desgastar.
Frente a esto, cabe preguntarse: ¿qué clase de país podemos construir si la mayoría de la población observa la política como un espectáculo ajeno? ¿Cómo puede replicarse la cultura democrática si cada elección se reduce a un debate entre fanáticos y resignados? ¿Qué esperanza tiene una nación cuando el ciudadano abdica de su papel y el poder ocupa el vacío con relatos hechos a su medida?
La respuesta, por amarga que sea, es clara: ninguna democracia puede sobrevivir si la sociedad decide que la libertad es un concepto abstracto y no una responsabilidad diaria.
Ningún gobierno puede regenerarse si la ciudadanía no exige cuentas con la misma fuerza con que exige apoyos.
Y ningún país puede aspirar a un futuro luminoso mientras tolere liderazgos que operan desde la sombra y gobiernan desde el ego.
Quizá el mayor riesgo para México no sea la personalidad oscura del poder, sino la resignación luminosa de su gente.
Esa resignación que mira el deterioro con un gesto de cansancio y piensa: “Así ha sido siempre”.
Esa renuncia que entrega las llaves del país a quienes ya demostraron que prefieren administrar el conflicto antes que resolverlo, y perpetuar la división antes que reconciliar al país consigo mismo.
Pero también es cierto que la sombra solo existe porque hay luz detrás.
La pregunta es si la ciudadanía está dispuesta a recuperarla.
A cuestionar lo que parecía incuestionable. A romper el embrujo emocional.
A decidir que la democracia no se hereda: se ejerce. Que el país no se administra: se construye. Y que el poder no se venera: se vigila.
Mientras México continúe delegando su destino a quienes dominan desde la personalidad oscura, la democracia seguirá viviendo en penumbra.
Y ningún país puede avanzar si camina a ciegas detrás del brillo artificial de un liderazgo que solo alumbra para sí mismo.








Comentarios