“Levantar la voz en México sigue siendo una sentencia.”
- Armando Javier Garcia

- hace 12 horas
- 2 Min. de lectura

En México, levantar la voz hoy, tiene un precio. Un precio que no se paga con dinero, sino con silencio, con miedo… o con la vida.
Mientras la presidenta y el grupo político en el poder insisten en culpar al pasado, esa derecha abstracta que ya solo existe en su discurso, el país se desangra entre la retórica del cambio y la permanencia del horror.
Defienden el poder, pero no la justicia. El libreto es el mismo: los medios afines repiten el mantra de la “culpa histórica” y del enemigo externo.
Una narrativa gastada, diseñada para distraer, dividir y justificar. Pero la propaganda no puede maquillar la sangre, ni los aplausos, mucho menos pueden disimular el eco del miedo.
La violencia ha dejado de ser una estadística: hoy es la política misma. El miedo se ha institucionalizado. Y los nombres que deberían inspirar orgullo se convirtieron en advertencia.
Homero Gómez González, el guardián de la mariposa monarca, desaparecido tras denunciar la tala ilegal.
Don Nico, un ciudadano que mostraba los baches de su comunidad… asesinado por evidenciar la podredumbre de su gobierno.
Bernardo Bravo, líder limonero, muerto por exigir protección para los productores extorsionados.
Fidel Heras Cruz, defensor del río Verde, ejecutado por proteger la tierra que amaba.
Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, asesinado, tras denunciar al crimen organizado y las conexiones con el poder, además de desafiar al mismo poder.
Todos tienen algo en común: rompieron el pacto del silencio. Y en México, romper el silencio es desafiar al Estado.
Algunos acostumbrados a pactar de la manera que común y usualmente lo hacen en la política, al mencionar que es normal comer sapos sin hacer gestos, se han pronunciado a favor del gobierno. Pero más allá de la etiqueta, sus muertes exponen una verdad que pocos se atreven a decir:
El Estado mexicano se ha descompuesto desde dentro. No es el crimen quien penetra al poder; es el poder quien pacta con el crimen.
Estas muertes no son parte del colectivo imaginario: son síntomas. El reflejo de un país que normalizó la impunidad, que aplaude a los verdugos y que castiga a los que denuncian.
Pero lo más denigrante podría ser la de una sociedad que vende su dignidad a cambio de su complicidad.
Un país donde la justicia es una promesa aplazada y la verdad, un riesgo.
¿México será capaz de evolucionar o se mantendrá con el mismo pensamiento de normalizar las fallas estructurales?
Tiempo al tiempo, lo que sí sabemos en este momento es que México necesita memoria, justicia y ciudadanos que no callen.
Porque callar también es una forma de complicidad. Y en un país donde el miedo gobierna, la voz del ciudadano libre es el último acto de resistencia.











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