“Lo que AMLO dijo… y lo que podría significar para México”
- Armando Javier Garcia

- hace 12 minutos
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La súbita reaparición pública de Andrés Manuel López Obrador, como un viejo caudillo que irrumpe en escena para recordar que aún respira dentro de la maquinaria del poder.
No es un gesto de nostalgia política, ni un acto de cortesía institucional. Es, más bien, una puesta en escena meticulosa, una de esas intervenciones que solo parecen espontáneas para quien todavía cree en la pureza de los actos públicos.
Su mensaje, dirigido a arropar a la presidenta Claudia Sheinbaum, llega en ese instante donde la legitimidad tambalea y el ánimo social se desploma, como si el viejo líder hubiera olfateado, y con su habitual instinto.
Pero lo que pretende ser un llamado a la unidad, se revela como una contradicción profunda: la súplica de concordia pronunciada por quien construyó, paso a paso, un país dividido en bandos irreconciliables; la defensa de la soberanía esgrimida por quienes han permitido que sus grietas se ensanchen desde adentro; y el temor a un golpe de Estado invocado en un país donde el único golpe real ha sido contra la propia sociedad.
Ese discurso, vestido de solemnidad, acusa a los inconformes de ser piezas de un tablero ajeno, como si el malestar ciudadano respondiera a conspiradores invisibles y no a un hartazgo que creció precisamente bajo la sombra del proyecto que prometió transformación.
La interpretación oficial ignora lo evidente: que las calles no se llenaron por capricho partidista, sino por la decepción de quienes creyeron que esta administración sería distinta y descubrieron, con el paso del tiempo, el viejo manual del poder. Quien divide en “pueblo” y “enemigos” no puede después reclamar la unidad sin que ese reclamo suene a parábola mal contada.
La llamada unidad no es una aspiración nacional, sino un apretado cerco afectivo alrededor de un proyecto político que exige adhesión incluso cuando las circunstancias han cambiado.
Del mismo modo, apelar a la defensa de la soberanía como último bastión de legitimidad parece más un recurso retórico que una convicción profunda.
Se defiende, con fervor, la idea abstracta de un país amenazado desde afuera, mientras la verdadera erosión ocurre en la intimidad del Estado: decisiones económicas concentradas, pactos silenciosos, opacidades que se acumulan como polvo sobre un archivo.
La soberanía no se extravía por señalar errores, sino cuando se pacta con intereses que no pasan por el escrutinio público.
Así, la defensa de la independencia nacional se convierte en una melodía utilizada para silenciar preguntas incómodas, una canción cuyo estribillo ya no conmueve porque el público ha aprendido a distinguir.
Pero en la advertencia sobre un supuesto golpe de Estado, es donde se revela la contradicción más amarga.
Resulta irónico, casi trágico en su teatralidad, que se invoque un peligro inexistente mientras el verdadero deterioro ocurre frente a nuestros ojos, cotidiano.
Si existe un golpe, no ha sido contra el poder, sino contra la ciudadanía: jóvenes reprimidos por protestar, periodistas expuestos como si su labor fuera crimen, voces críticas perseguidas, instituciones debilitadas deliberadamente.
Cada ataque a quienes señalan abusos de poder, cada reforma que reduce contrapesos, constituye un golpe tenue pero efectivo, uno que no necesita tanques ni cuarteles, porque su eficacia radica en que la gente lo acepte como parte natural del paisaje político.
La reciente reconfiguración de la Fiscalía General de la República. La salida de un fiscal y la llegada de una figura afín al oficialismo, justo cuando investigaciones sensibles empezaban a aproximarse a zonas incómodas del poder, construyen un escenario donde la legalidad parece amoldarse como arcilla para proteger determinados intereses.
La justicia, en estos casos, se vuelve un territorio de conveniencias, un instrumento calibrado para evitar sobresaltos políticos.
Este retorno de López Obrador, que muchos interpretan como un gesto paternal, tiene más de advertencia que de abrazo.
La presidenta no recibió un país sólido, sino una herencia pesada, exigente, condicionada por compromisos que no fueron suyos, pero ahora le pertenecen.
No es un gobierno el que hereda; es una congregación política que reclama fidelidad absoluta.
México avanza así sobre un terreno minado, construido no por enemigos externos, sino por años de discursos polarizantes, decisiones erráticas y pactos oscuros.
Una parte de la sociedad mexicana, que no coincide con estirar la mano para recibir migajas, ya está cansada y fragmentada; intenta abrirse paso entre esas grietas mientras el poder asegura que todo está bajo control.
Pero el control, cuando es demasiado férreo, termina por revelar fragilidad. La fortaleza auténtica no necesita advertir, mucho menos de amenazas imaginarias; así mismo, no se necesita resucitar caudillos para reafirmar el poder.
El riesgo para el país no proviene de conspiraciones exteriores, ni de oposiciones erráticas, ni de ciudadanos inconformes.
El verdadero riesgo aparece cuando el poder se vuelve un fin en sí mismo, cuando su principal tarea deja de ser servir a la gente y se transforma en una carrera por proteger los propios cimientos, aunque esos cimientos tengan todo contaminado.
Ese es el golpe de Estado más peligroso. La normalización de la injusticia, el golpe silencioso que despoja a la sociedad de su voz mientras se proclama, paradójicamente, que todo se hace en nombre del pueblo.
A pesar de que la represión sea para el mismo pueblo de México.











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