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“Quintana Roo: la otra cara del poder y el derrumbe del modelo político del Caribe mexicano”


En el corazón de Quintana roo se respira una inquietud que va más allá del rumor político: la sensación de que el poder se ejerce sin rumbo, sin técnica y sin conciencia del costo social que implica gobernar desde la soberbia.

 

El espejismo turístico que se resquebraja en el corazón de Quintana Roo.

Tulum y Playa del Carmen, dos nombres que durante años simbolizaron prosperidad, desarrollo y esperanza, hoy se mencionan con una mezcla de nostalgia y desconcierto.


No es casualidad que la conversación pública haya cambiado: los destinos que una vez fueron emblemas de crecimiento ahora se miran a sí mismos como víctimas de una gestión deplorable, de una política que improvisa y de un poder que se ejerce más como botín que como responsabilidad.

 

La transformación que se prometió como “humanista” se ha ido diluyendo entre discursos y autoelogios, dejando al descubierto una verdad incómoda: no se puede gobernar un paraíso con soberbia, ni sostener un proyecto con improvisación.


Gobernar exige visión, conocimiento y compromiso; tres virtudes que parecen haber sido sustituidas por lealtades personales y cálculos políticos.


En Playa del Carmen,  los síntomas de la degradación  son evidentes: comercios que cierran, inversiones que se detienen, ciudadanos que comienzan a desconfiar del futuro.


Se habla de recaudaciones millonarias, pero las calles siguen igual de colapsadas, los servicios se degradan y la eficiencia es un espejismo.


El gobierno municipal, que presume transparencia y orden, no ha podido sostener la estabilidad financiera ni garantizar la operatividad básica sin generar incertidumbre.


Detrás del discurso del progreso, se esconde la improvisación de quienes no entienden que la administración pública no es un experimento, sino una ciencia de planeación y resultados.


Mientras tanto, Tulum ese  paraíso que recientemente  se nota el estancamiento se enfrenta a su propia ironía.


El municipio más codiciado del Caribe mexicano se ahoga en la desorganización y la falta de planeación urbana.


 Los problemas de movilidad, el caos inmobiliario, la corrupción silenciosa en permisos y la ausencia de estrategias sustentables siguen  afectando  el encanto natural del destino.

Lo que alguna vez fue el rostro de la prosperidad hoy se convierte en el reflejo del desgaste institucional.

  Ambos municipios comparten una misma raíz de crisis: la improvisación institucional convertida en estilo de gobierno.


En vez de construir equipos técnicos y proyectos sólidos, se levantan estructuras políticas que funcionan como clanes, donde el mérito se sustituye por la lealtad y el conocimiento por el amiguismo.


Esta es la verdadera tragedia del poder local: no se gobierna con un plan, sino con ocurrencias.


No se administra un presupuesto, se reparte. Y así, poco a poco, el progreso se convierte en una palabra hueca.


La recesión no es solo económica, es moral y política. Se siente en el desánimo ciudadano, en la falta de confianza en las instituciones y en la sensación de que el gobierno ya no escucha ni representa.


Y cuando un pueblo deja de creer, el sistema entero comienza a colapsar.

 

Durante años se repitió el mantra del cambio, de la nueva política, del gobierno cercano al pueblo.

Pero en los hechos, la llamada transformación se ha vuelto espejo de aquello que prometió desterrar.


El ciudadano que exige transparencia es visto como adversario. El funcionario que señala errores es marginado.

Y los problemas estructurales —inseguridad, pobreza, falta de vivienda digna, deterioro ambiental— se maquillan con conferencias, campañas y oficinas que no resuelven  solo alargan la incertidumbre.

El poder se convirtió en refugio de los mismos vicios de siempre, solo que ahora con otro color y otro discurso.

 

Cuando un gobierno no sabe recaudar sin asfixiar, ni gastar sin despilfarrar, la administración se vuelve opaca y el ciudadano rehén.


Tulum y Playa del Carmen no necesitan más discursos. Necesitan gobiernos que planeen, que escuchen, que entiendan que la verdadera transformación no se decreta: se construye.

El futuro del estado no depende del color del partido, sino de la capacidad del liderazgo,  gobernar un paraíso es servirle, no saquearlo con  influyentísimo  mucho menos con nepotismo.



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