“El arte de distraer a un país.”
- Armando Javier Garcia

- hace 2 días
- 2 Min. de lectura

“Mientras miramos el humo, la verdad se disuelve.”
En el teatro del poder se reparten tres roles: el redentor, el verdugo y el público que aplaude sin mirar tras bambalinas.
Hoy la obra se llama “transformación”, y su libreto es tan simple como eficaz: si algo sale mal, busquemos al PRIAN; si alguien protesta, culpémoslo del pasado; si hay muertos, invoquemos la historia y apaguemos la verdad.
La estrategia es ingeniosa pero muy antigua: convertir la explicación en religión. Acusar al pasado hasta hacerlo culpable de todo, mientras se construye un presente que repite, bajo distinto nombre, las peores prácticas del ayer.
¿Olvidaron que muchos de los que hoy mandan también fueron parte de ese pasado?
La respuesta es. No lo olvidaron; lo escondieron con señas y promesas, y con eficacia manipularon la mente colectiva de los más débiles.
Pero el país no se arregla con consignas. Mientras se apunta al PRIAN como chivo expiatorio, la gasolina sigue saliendo por ductos clandestinos; la delincuencia mantiene rutas comerciales; los líderes sociales siguen cayendo; las madres buscan a sus hijos en un silencio institucional que pesa más que cualquier eslogan.
¿Te suenan estos nombres?: Homero Gómez, don Nico, Bernardo Bravo, Fidel Heras, Carlos Mazo.
No son estadísticas, son advertencias. Todos ellos rompieron el pacto del silencio: señalaron al poder, exigieron cuentas, salieron a la luz.
Y la respuesta fue la misma que siempre: asesinato, desaparición, olvido y engaño.
La demagogia oficial convierte la responsabilidad en una brasa caliente que se lanza al pasado.
Se fabrican enemigos externos, el PRIAN, los “carroñeros”, los infiltrados, para explicar lo que la gestión actual no resuelve.
Incluso cuando una generación se organiza en las redes, el libreto reacciona: “Es el PRIAN”, “son agitadores”, “son bots”, “es manipulación de la oposición”.
Esa narrativa intenta desmontar la legitimidad de la protesta antes de que la protesta diga su verdad.
Pero el talón de Aquiles de este relato es la coherencia: ¿cómo sostener una cruzada moral cuando las manos que la llevan sangran del mismo ejemplo que critican?
¿Cómo negar la responsabilidad propia si los vagones de las Aduanas del pasado hoy transportan las mismas mercancías: impunidad, tráfico, clientelismo?
La respuesta es que no pueden sostenerlo eternamente. La política que compra silencio con migajas y sustituye justicia por espectáculo se erosiona cuando la gente observa, analiza y reacciona.
Esto no es un llamado a la revancha, sino a la lucidez.
Si queremos que México deje de enterrar a sus mensajeros, debemos exigir algo más que consignas.
Necesitamos instituciones que respondan; ciudadanía que abra la memoria y recupere la verdad.
Mientras tanto, la única certeza es amarga. Si el país, no cambia su modo de ver, seguirá enterrando a sus mejores testigos.
La política debería ser el refugio de la vida, no su verdugo disfrazado. Y la historia, el espejo donde el país se atreva a mirarse sin maquillaje.
Mientras la verdad siga negociándose y la coherencia se trate como un lujo, México continuará pagando con su sangre la comodidad de su silencio.
Los únicos vencedores siguen siendo los mismos: los que gobiernan la ilusión.











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